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sábado, 23 de agosto de 2014

El Claustro



Vuelvo a escribir un pequeño cuento. Es más largo que una entrada habitual pero he preferido publicarlo todo (o casi) en vez de por partes. Comienza así:

 
Verano de 1950

Agosto  sorprendió a Jandro  y sus amigos de facultad, entre los que yo me encontraba,  haciendo lo que más nos gustaba, brujulear por la geografía española, descubriendo joyas arquitectónicas e historias que no se pudieran encontrar en los libros.

A pesar de la fecha, los días no eran calurosos. Agosto estaba llegando a su fin y el viento del norte amortiguaba el calor que producían los primeros rayos de sol. Esa mañana nos habíamos levantado temprano porque habíamos oído hablar de un pastor que se conocía la zona como la palma de su mano. Lo malo era que no había forma de localizarle sino triscando por los montes aprovechando las primeras luces del día.


Después de unas dos horas de búsqueda  encontramos a las ovejas desperdigadas por una especie de talud y sentado, bajo la sombra de solitario árbol, estaba el pastor llamado Juanillo, nombre por el que era conocido en toda la comarca.

Juanillo se sorprendió al vernos pues componíamos un grupo heterogéneo de seis personas, tres chicos y tres chicas, cada cual vestido con un atuendo que competía con los otros en ser el más estrafalario para la época. No se asustó en ningún momento, ya que el cansancio y el despiste se adivinaba en nuestras caras. Más que desasosiego despertábamos compasión. Bien es verdad que no era habitual ver por estos andurriales a lo que ahora se conoce como turistas, pero a un pastor acostumbrado a lidiar con lobos y otras alimañas es difícil asustarle, máxime con los años y la experiencia de Juanillo.

Volvimos a la vida después de compartir unas gachas y una bota de vino con el pastor, fue entonces cuando nos dispusimos a contar a Juanillo la razón que nos había llevado hasta allí. Ésta no era otra sino la de que nos indicara donde encontrar un tesoro olvidado de la arquitectura medieval, y si de paso nos contaba una historia truculenta asociada a dicho monumento, mejor que mejor.

Ahora Juanillo sí que se mostraba receloso y yo diría que un rictus de miedo apareció en su rostro, quizá fuera un rayo de sol que se había colado brevemente por entre las hojas del árbol, pero tiendo a pensar que le habíamos traído recuerdos que no eran, ni por lo más remoto, de su agrado.

Jandro tomó la palabra y le hizo ver lo importante que era para nosotros esta actividad, pues parte de nuestras obligaciones como universitarios era el encontrar sitios como el que pedíamos, documentarlos y completarlo todo con las historias asociadas a los mismos. De otro modo, nuestro catedrático no nos permitiría seguir con nuestros estudios. Ahí mentimos un poco, pues no todos estudiábamos los mismo y tampoco era una encomienda de ninguno de nuestros profesores. Todo venía motivado por Jandro y su afán de encontrar historias fantásticas y tesoros olvidados.

Juanillo se levantó, cogió su cayado y fue pausadamente hacia las ovejas, llamó a su perro Canelo y tiró un par de piedras a una oveja que se estaba alejando del grupo. Encorvándose un poco apoyó tranquilo el mentón en su cayado, permaneciendo así unos minutos que a nosotros nos parecieron horas. Después volvió la cabeza, miró detenidamente a Jandro como evaluando si podría soportar lo que iba a contar, tornó de nuevo la mirada hacia las ovejas y por último y definitivamente se juntó con nosotros y esto fue lo que nos dijo:

En un risco perdido a unas dos horas de aquí se encuentra un monasterio olvidado del mundo, y aunque los pastos son buenos y abundantes por esa zona, ni  siquiera los pastores habituados a luchar contra los elementos nos atrevemos a acercarnos a ese lugar. Es muy hermoso pues está situado de tal forma que domina un paso entre dos valles. Se cuenta que en un principio era mitad fortaleza mitad monasterio, siendo regentado por  los templarios. Cuando desapareció la orden, nadie reclamó la propiedad y quedó deshabitado. La maleza invadió el lugar y empezaron a correr historias de fantasmas, criaturas malignas y un sinfín de cosas más. Yo no sé si esas historias eran ciertas o no, pero lo que me sucedió a mí cuando era mozo os puedo asegurar que fue cierto, tanto como que el día sigue a la noche.

A pesar de que sabía lo que se decía de aquél lugar, mi juventud no atendía a razones y, sabiendo que los mejores pastos estaban alrededor  del monasterio, me encaminé hacia él,  junto con mi rebaño y con par de perros parecidos al que ahora tengo como única compañía en mis días de soledad por los montes.

Llegué a primera hora del día ya que la noche anterior había acampado con mis ovejas no lejos de allí. La hierba empezaba a escasear y no tenía más remedio que llevar a cabo mi intención. El monasterio era impresionante y, a pesar de los muchos años de falta de mantenimiento, su aspecto era imponente. Lo más sobresaliente era su claustro que se mantenía intacto. Debía de tener unos cincuenta metros de lado, los jardines centrales habían desaparecido pero aún se veía el brocal del pozo entre la maleza. Sus arcadas y las columnas que las sustentaban eran a cada cual más interesante por la profusión de figuras que tenían, muchas de ellas aterradoras pues debían de hablar del Apocalipsis, del infierno y del maligno. Sin embargo sólo se respiraba paz y tranquilidad entre esos muros.

Durante todo el día las ovejas pastaron a sus anchas y yo me sentía muy contento por la decisión que había tomado. El sol empezaba a declinar, el viento cesó, señal inequívoca de que pronto oscurecería, de modo que me dispuse a buscar un sitio abrigado en algún rincón del claustro para pasar la noche. No sin esfuerzo pude reunir suficiente leña para hacer un pequeño fuego que me diera calor durante la noche, pero sucedió algo curioso, cada vez que intentaba encenderlo el viento me lo impedía. Aunque era una de mis primeras salidas al campo, sabía ingeniármelas para encender un buen fuego, pero esa vez parecían inútiles todos mis esfuerzos. En esas estaba cuando  se hizo totalmente de noche, no podía ver sino a unos poco metros pues la luz de la luna era muy débil y el viento, que había regresado con fuerza, hacía que las sombras adquirieran mil y una formas,  ninguna con aspecto tranquilizador.

En esto empezaron a ladrar los perros y salieron corriendo hacia uno de los rincones del claustro, se oyó un chirriar de cadenas, como si se estuviera abriendo portón que no se usara desde hacía mucho tiempo y, en esos instantes, me pareció que algo inmenso y deforme se arrastraba por el suelo en dirección hacia mí.

Juanillo paró su relato, observó en derredor suyo y vio la cara desencajada de seis jóvenes que no  se atrevían a articular palabra. Tomó aire, se rascó la frente, se abstrajo de nuevo y continuó:

Pareció como si tuviera un resorte en mis posaderas, di un salto y mis piernas adquirieron una fuerza para correr que hubiera jurado que nunca la había tenido. Dejé a perros, a ganado y a mi zurrón en el sitio donde estuvieran y, a pesar del riesgo que entrañaba por la falta de luz, me lancé monte abajo. Cuando me creí a salvo paré, y pasé la noche tiritando, no por el frío sino por el miedo que había pasado y que aún siento cuando lo recuerdo.

A la mañana siguiente, más por orgullo que por valentía, subí otra vez al monasterio. El día estaba sereno, era difícil suponer  lo que había sucedido la noche anterior, no había rastro de criatura alguna, ni de portones, ni de cadenas ¿Había sucedido en realidad?

Empecé a llamar a los perros para intentar reunir al rebaño pero sus alegres ladridos no resonaban por ningún lado. Después de un rato de búsqueda, encontré a mis dos perros malheridos, casi muertos, con muestras evidentes de haber luchado con algo con grandes dientes y uñas. A las pocas horas murieron ambos. Con mucho esfuerzo pude reunir a casi todo el rebaño y bajé al valle a toda velocidad.

Desde entonces no he contado a nadie esta historia y, por supuesto, nunca he vuelto a subir a ese risco.

Después de tragar saliva, nos quedamos un rato pensando en todo lo que nos había dicho el pastor. Jandro había encontrado lo que estaba buscando desde niño, sin embargo el resto no lo teníamos tan claro; una cosa era descubrir algún tesoro románico escondido desde tiempos inmemoriales y otra el enfrentarnos algo inexplicado e inexplicable y que quizá llevara consigo un peligro mortal.

El pastor volvió con sus ovejas y Jandro nos fue convenciendo uno a uno, sus palabras sonaban razonables pues nos dijo que probablemente el pastor se había inventado la historia, que fueron los lobos los causantes de su desgracia y que para justificar su miedo inventó este cuento con tantos tintes sobrenaturales. Otra explicación podría ser que intentara alardear delante de unos niñatos de la capital o incluso que nos intentara tomar el pelo.  El caso es que, no sin alguna reticencia, todos nos pusimos de su parte y estábamos dispuestos a seguirle en su intención de descubrir el monasterio y su posible misterio.

Aún quedaban bastantes horas de sol y, siguiendo las indicaciones del pastor, llegaríamos a nuestro destino un poco antes del atardecer. Dicho y hecho, sin darme cuenta cerraba un grupo que, en fila india, serpenteaba colina arriba en dirección a lo desconocido. Íbamos bien pertrechados, de modo que podíamos vivaquear sin ningún problema cuando se hiciera la noche.

Según subíamos, los paisajes se tornaban más y más espectaculares, el sol hacía aún más patente los mil y un colores de la montaña. Cuando llegamos a nuestro destino nos faltó el aliento, tanto por lo pronunciado de la subida como por la sensación que nos produjo contemplar una de las maravillas que ha hecho el hombre a lo largo de su historia. Como nos había dicho Juanillo, todo el lugar respiraba paz y tranquilidad. El monasterio se había conservado razonablemente bien y, aunque la iglesia había perdido parte de su techumbre, mantenía intacta su invitación al recogimiento y la plegaria. Por un lateral salimos al claustro, con su pozo central, sus decenas de arcos, columnas y capiteles. Jandro ya tenía parte de su objetivo cumplido.

Pasamos el tiempo explorando el lugar, de tal suerte, que el anochecer nos sorprendió haciendo inventario de todo lo que habíamos encontrado, datándolo y discutiendo sobre sus orígenes y sobre las inscripciones que aún se podían leer en alguno de sus muros. La más controvertida, obviamente escrita en latín y que ahora traduzco, decía así:

Este Santuario pertenece a la Orden del Temple.
Es un lugar de arrepentimiento y de oración.
¡Ay de aquél que ose perturbar su paz!
Que Dios tenga misericordia de su alma.

Como se puede suponer, estas palabras levantaron algo más que inquietud entre los miembros del grupo y cada uno expresó sus miedos de forma distinta. Algunos abogaban por regresar mientras hubiera luz suficiente, o al menos apartarnos todo lo más posible de este lugar. Las palabras de la inscripción no dejaban lugar a dudas, y nosotros no hacíamos sino perturbar la paz del mismo, otros sentíamos curiosidad. Ya que habíamos llegado hasta aquí ¿Por qué no llegar hasta el final? Nuestra razón era que éramos muchos y podríamos afrontar cualquier dificultad, si es que ésta llegaba a producirse. Después de unos minutos de discusión, acordamos  permanecer en el monasterio, pero en la parte exterior del mismo. Suponíamos que de este modo tendríamos más posibilidades de defensa si la cosa se ponía fea. Al fin y al cabo, el relato de Juanillo hablaba del claustro y no del exterior.

A diferencia del pastor, no necesitábamos hacer fuego pues la noche era agradable y teníamos los sacos de dormir que nos proporcionarían el calor suficiente para pasar la noche. También disponíamos de un pequeño infiernillo a gas para preparar la cena y de sendas linternas. Todo estaba preparado.

Estábamos en alegre conversación cuando nos dimos cuenta de que Jandro había abandonado el grupo, ninguno sabía dónde podía haber ido. De repente se  oyó un ruido que provenía del interior del monasterio.  Asemejaba el chocar de hierros oxidados, como el de un mecanismo que no se hubiera puesto en funcionamiento en años. No ayudaba mucho el que por el techo medio derrumbado y por las ventanas de la iglesia se colara una débil luz que titilaba como si de una vela se tratara. No se veía nada.

Estábamos paralizados. A continuación se oyó el ruido de algo que se arrastrara a toda velocidad por el suelo, tal y como había descrito el pastor. El grito de Jandro rasgó la noche y, en lugar de salir huyendo, tuve la reacción contraria, me encaminé en dirección a donde provenía el grito…¡El claustro del Monasterio!

 Lo que vi fue un espectáculo dantesco, se veía una criatura infernal, una especie de rata gigante, de casi un metro de altura que con la boca abierta había arrinconado a Jandro. No podía entender por qué no había culminado su macabra acción hasta que me di cuenta de  que llevaba atada a alguna parte de su cuerpo una cadena de grandes dimensiones y que le impedía llegar hasta el pobre Jandro. Éste estaba petrificado por el miedo y no acertaba a mover ni un solo músculo. En ese momento, la cadena se tensó y la criatura empezó a retroceder hasta ocultarse tras una especie de portón metálico medio escondido en uno de los muros. Aproveché entonces para echarme sobre los hombros a Jandro y llevarlo lejos del claustro y de la mortífera criatura que acabábamos de ver.

Una vez puesto a salvo Jandro junto con el resto de los compañeros, decidí llegar al fondo del asunto y me dispuse a regresar. Hice acopio de valor y, desoyendo las advertencias de mis amigos, cogí la linterna más grande que teníamos, un palo de notable dimensiones y me encaminé  al punto donde había recogido a Jandro.

Oía sólo el sonido de mis pasos sobre el pavimento, todo parecía tranquilo. Enfoqué con la linterna la inscripción que tanto nos había desasosegado y dando un paso más para acercarme al muro, pisé una losa que cedió con mi peso, se oyó un click y de nuevo los sonidos de cadenas, el portón que se abre...el miedo. Gracias a la linterna vi cómo la rata gigante salía de su agujero en dirección hacia a mí. Di un par de pasos atrás, me puse en guardia con el palo que llevaba para tal fin y me dispuse a repeler la agresión del animal. Para mi sorpresa, la rata se paró de golpe retrocediendo un poco. Eso me envalentonó y  fui hacia ella pero en ese instante volví a oír de nuevo el click, esta vez salió otra rata de otro portón situado a mi espalda. Ésta era mucho más rápida y más grande que la primera. Me encontraba en un fuego cruzado. Intenté dar media vuelta pero sentí, no diré donde,  un fuerte mordisco. Creí que iba a desaparecer para siempre por alguno de los portones atenazado por las fauces de una de las criaturas cuando…

A la mañana siguiente, mis compañeros, que presa del pánico no se habían atrevido a acudir antes,  me encontraron en uno de los laterales del claustro, malherido y apoyado en uno de los portones por el que salieron las criaturas. Había rastros de lucha, algún diente de enormes dimensiones por el suelo, la linterna y el palo destrozados...

A pesar de la insistencia de mis compañeros,  juré no revelar lo que me pasó esa  noche y el modo por el que pude liberarme de criaturas tan mortíferas.  Han pasado muchos, muchos años y aún hoy mantengo ese juramento. Puede que algún día lo incumpla pero, en cualquier caso amigos míos...

¡Esa es otra historia!

Carletto

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