Vuelvo a escribir un pequeño cuento. Es más largo que una entrada habitual
pero he preferido publicarlo todo (o casi) en vez de por partes. Comienza así:
Verano de 1950
Agosto sorprendió a Jandro y sus amigos de facultad, entre los que yo me
encontraba, haciendo lo que más nos
gustaba, brujulear por la geografía española, descubriendo joyas
arquitectónicas e historias que no se pudieran encontrar en los libros.
A pesar de la fecha, los días no eran calurosos. Agosto estaba llegando a
su fin y el viento del norte amortiguaba el calor que producían los primeros
rayos de sol. Esa mañana nos habíamos levantado temprano porque habíamos oído
hablar de un pastor que se conocía la zona como la palma de su mano. Lo malo
era que no había forma de localizarle sino triscando por los montes
aprovechando las primeras luces del día.
Después de unas dos horas de búsqueda
encontramos a las ovejas desperdigadas por una especie de talud y
sentado, bajo la sombra de solitario árbol, estaba el pastor llamado Juanillo,
nombre por el que era conocido en toda la comarca.
Juanillo se sorprendió al vernos pues componíamos un grupo heterogéneo de
seis personas, tres chicos y tres chicas, cada cual vestido con un atuendo que
competía con los otros en ser el más estrafalario para la época. No se asustó
en ningún momento, ya que el cansancio y el despiste se adivinaba en nuestras
caras. Más que desasosiego despertábamos compasión. Bien es verdad que no era
habitual ver por estos andurriales a lo que ahora se conoce como turistas, pero
a un pastor acostumbrado a lidiar con lobos y otras alimañas es difícil
asustarle, máxime con los años y la experiencia de Juanillo.
Volvimos a la vida después de compartir unas gachas y una bota de vino con
el pastor, fue entonces cuando nos dispusimos a contar a Juanillo la razón que
nos había llevado hasta allí. Ésta no era otra sino la de que nos indicara
donde encontrar un tesoro olvidado de la arquitectura medieval, y si de paso
nos contaba una historia truculenta asociada a dicho monumento, mejor que
mejor.
Ahora Juanillo sí que se mostraba receloso y yo diría que un rictus de
miedo apareció en su rostro, quizá fuera un rayo de sol que se había colado
brevemente por entre las hojas del árbol, pero tiendo a pensar que le habíamos
traído recuerdos que no eran, ni por lo más remoto, de su agrado.
Jandro tomó la palabra y le hizo ver lo importante que era para nosotros
esta actividad, pues parte de nuestras obligaciones como universitarios era el
encontrar sitios como el que pedíamos, documentarlos y completarlo todo con las
historias asociadas a los mismos. De otro modo, nuestro catedrático no nos
permitiría seguir con nuestros estudios. Ahí mentimos un poco, pues no todos
estudiábamos los mismo y tampoco era una encomienda de ninguno de nuestros
profesores. Todo venía motivado por Jandro y su afán de encontrar historias
fantásticas y tesoros olvidados.
Juanillo se levantó, cogió su cayado y fue pausadamente hacia las ovejas,
llamó a su perro Canelo y tiró un par de piedras a una oveja que se estaba
alejando del grupo. Encorvándose un poco apoyó tranquilo el mentón en su
cayado, permaneciendo así unos minutos que a nosotros nos parecieron horas.
Después volvió la cabeza, miró detenidamente a Jandro como evaluando si podría
soportar lo que iba a contar, tornó de nuevo la mirada hacia las ovejas y por
último y definitivamente se juntó con nosotros y esto fue lo que nos dijo:
En un risco perdido a unas dos horas de aquí se
encuentra un monasterio olvidado del mundo, y aunque los pastos son buenos y
abundantes por esa zona, ni siquiera los
pastores habituados a luchar contra los elementos nos atrevemos a acercarnos a
ese lugar. Es muy hermoso pues está situado de tal forma que domina un paso entre
dos valles. Se cuenta que en un principio era mitad fortaleza mitad monasterio,
siendo regentado por los templarios.
Cuando desapareció la orden, nadie reclamó la propiedad y quedó deshabitado. La
maleza invadió el lugar y empezaron a correr historias de fantasmas, criaturas
malignas y un sinfín de cosas más. Yo no sé si esas historias eran ciertas o
no, pero lo que me sucedió a mí cuando era mozo os puedo asegurar que fue
cierto, tanto como que el día sigue a la noche.
A pesar de que sabía lo que se decía de aquél
lugar, mi juventud no atendía a razones y, sabiendo que los mejores pastos
estaban alrededor del monasterio, me
encaminé hacia él, junto con mi rebaño y
con par de perros parecidos al que ahora tengo como única compañía en mis días
de soledad por los montes.
Llegué a primera hora del día ya que la noche
anterior había acampado con mis ovejas no lejos de allí. La hierba empezaba a
escasear y no tenía más remedio que llevar a cabo mi intención. El monasterio
era impresionante y, a pesar de los muchos años de falta de mantenimiento, su
aspecto era imponente. Lo más sobresaliente era su claustro que se mantenía
intacto. Debía de tener unos cincuenta metros de lado, los jardines centrales
habían desaparecido pero aún se veía el brocal del pozo entre la maleza. Sus
arcadas y las columnas que las sustentaban eran a cada cual más interesante por
la profusión de figuras que tenían, muchas de ellas aterradoras pues debían de
hablar del Apocalipsis, del infierno y del maligno. Sin embargo sólo se
respiraba paz y tranquilidad entre esos muros.
Durante todo el día las ovejas pastaron a sus
anchas y yo me sentía muy contento por la decisión que había tomado. El sol
empezaba a declinar, el viento cesó, señal inequívoca de que pronto
oscurecería, de modo que me dispuse a buscar un sitio abrigado en algún rincón
del claustro para pasar la noche. No sin esfuerzo pude reunir suficiente leña
para hacer un pequeño fuego que me diera calor durante la noche, pero sucedió
algo curioso, cada vez que intentaba encenderlo el viento me lo impedía. Aunque
era una de mis primeras salidas al campo, sabía ingeniármelas para encender un
buen fuego, pero esa vez parecían inútiles todos mis esfuerzos. En esas estaba
cuando se hizo totalmente de noche, no
podía ver sino a unos poco metros pues la luz de la luna era muy débil y el
viento, que había regresado con fuerza, hacía que las sombras adquirieran mil y
una formas, ninguna con aspecto
tranquilizador.
En esto empezaron a ladrar los perros y salieron
corriendo hacia uno de los rincones del claustro, se oyó un chirriar de
cadenas, como si se estuviera abriendo portón que no se usara desde hacía mucho
tiempo y, en esos instantes, me pareció que algo inmenso y deforme se
arrastraba por el suelo en dirección hacia mí.
Juanillo paró su relato, observó en derredor suyo y vio la cara desencajada
de seis jóvenes que no se atrevían a
articular palabra. Tomó aire, se rascó la frente, se abstrajo de nuevo y
continuó:
Pareció como si tuviera un
resorte en mis posaderas, di un salto y mis piernas adquirieron una fuerza para
correr que hubiera jurado que nunca la había tenido. Dejé a perros, a ganado y
a mi zurrón en el sitio donde estuvieran y, a pesar del riesgo que entrañaba
por la falta de luz, me lancé monte abajo. Cuando me creí a salvo paré, y pasé
la noche tiritando, no por el frío sino por el miedo que había pasado y que aún
siento cuando lo recuerdo.
A la mañana siguiente, más
por orgullo que por valentía, subí otra vez al monasterio. El día estaba
sereno, era difícil suponer lo que había
sucedido la noche anterior, no había rastro de criatura alguna, ni de portones,
ni de cadenas ¿Había sucedido en realidad?
Empecé a llamar a los
perros para intentar reunir al rebaño pero sus alegres ladridos no resonaban
por ningún lado. Después de un rato de búsqueda, encontré a mis dos perros
malheridos, casi muertos, con muestras evidentes de haber luchado con algo con
grandes dientes y uñas. A las pocas horas murieron ambos. Con mucho esfuerzo
pude reunir a casi todo el rebaño y bajé al valle a toda velocidad.
Desde entonces no he
contado a nadie esta historia y, por supuesto, nunca he vuelto a subir a ese
risco.
Después de tragar saliva, nos quedamos un rato pensando en todo lo que nos
había dicho el pastor. Jandro había encontrado lo que estaba buscando desde
niño, sin embargo el resto no lo teníamos tan claro; una cosa era descubrir
algún tesoro románico escondido desde tiempos inmemoriales y otra el
enfrentarnos algo inexplicado e inexplicable y que quizá llevara consigo un
peligro mortal.
El pastor volvió con sus ovejas y Jandro nos fue convenciendo uno a uno,
sus palabras sonaban razonables pues nos dijo que probablemente el pastor se
había inventado la historia, que fueron los lobos los causantes de su desgracia
y que para justificar su miedo inventó este cuento con tantos tintes
sobrenaturales. Otra explicación podría ser que intentara alardear delante de
unos niñatos de la capital o incluso que nos intentara tomar el pelo. El caso es que, no sin alguna reticencia,
todos nos pusimos de su parte y estábamos dispuestos a seguirle en su intención
de descubrir el monasterio y su posible misterio.
Aún quedaban bastantes horas de sol y, siguiendo las indicaciones del
pastor, llegaríamos a nuestro destino un poco antes del atardecer. Dicho y
hecho, sin darme cuenta cerraba un grupo que, en fila india, serpenteaba colina
arriba en dirección a lo desconocido. Íbamos bien pertrechados, de modo que
podíamos vivaquear sin ningún problema cuando se hiciera la noche.
Según subíamos, los paisajes se tornaban más y más espectaculares, el sol
hacía aún más patente los mil y un colores de la montaña. Cuando llegamos a
nuestro destino nos faltó el aliento, tanto por lo pronunciado de la subida
como por la sensación que nos produjo contemplar una de las maravillas que ha
hecho el hombre a lo largo de su historia. Como nos había dicho Juanillo, todo
el lugar respiraba paz y tranquilidad. El monasterio se había conservado
razonablemente bien y, aunque la iglesia había perdido parte de su techumbre,
mantenía intacta su invitación al recogimiento y la plegaria. Por un lateral
salimos al claustro, con su pozo central, sus decenas de arcos, columnas y
capiteles. Jandro ya tenía parte de su objetivo cumplido.
Pasamos el tiempo explorando el lugar, de tal suerte, que el anochecer nos
sorprendió haciendo inventario de todo lo que habíamos encontrado, datándolo y
discutiendo sobre sus orígenes y sobre las inscripciones que aún se podían leer
en alguno de sus muros. La más controvertida, obviamente escrita en latín y que
ahora traduzco, decía así:
Este Santuario pertenece a la Orden
del Temple.
Es un lugar de arrepentimiento y de
oración.
¡Ay de aquél que ose perturbar su
paz!
Que Dios tenga misericordia de su
alma.
Como se puede suponer, estas palabras levantaron algo más que inquietud
entre los miembros del grupo y cada uno expresó sus miedos de forma distinta.
Algunos abogaban por regresar mientras hubiera luz suficiente, o al menos
apartarnos todo lo más posible de este lugar. Las palabras de la inscripción no
dejaban lugar a dudas, y nosotros no hacíamos sino perturbar la paz del mismo,
otros sentíamos curiosidad. Ya que habíamos llegado hasta aquí ¿Por qué no
llegar hasta el final? Nuestra razón era que éramos muchos y podríamos afrontar
cualquier dificultad, si es que ésta llegaba a producirse. Después de unos
minutos de discusión, acordamos permanecer en el monasterio, pero en la
parte exterior del mismo. Suponíamos que de este modo tendríamos más
posibilidades de defensa si la cosa se ponía fea. Al fin y al cabo, el relato
de Juanillo hablaba del claustro y no del exterior.
A diferencia del pastor, no necesitábamos hacer fuego pues la noche era
agradable y teníamos los sacos de dormir que nos proporcionarían el calor
suficiente para pasar la noche. También disponíamos de un pequeño infiernillo a
gas para preparar la cena y de sendas linternas. Todo estaba preparado.
Estábamos en alegre conversación cuando nos dimos cuenta de que Jandro
había abandonado el grupo, ninguno sabía dónde podía haber ido. De repente
se oyó un ruido que provenía del interior del monasterio. Asemejaba
el chocar de hierros oxidados, como el de un mecanismo que no se hubiera puesto
en funcionamiento en años. No ayudaba mucho el que por el techo medio
derrumbado y por las ventanas de la iglesia se colara una débil luz que
titilaba como si de una vela se tratara. No se veía nada.
Estábamos paralizados. A continuación se oyó el ruido de algo que se
arrastrara a toda velocidad por el suelo, tal y como había descrito el pastor. El
grito de Jandro rasgó la noche y, en lugar de salir huyendo, tuve la reacción
contraria, me encaminé en dirección a donde provenía el grito…¡El claustro del
Monasterio!
Lo que vi fue un espectáculo dantesco, se veía una criatura infernal,
una especie de rata gigante, de casi un metro de altura que con la boca abierta
había arrinconado a Jandro. No podía entender por qué no había culminado su
macabra acción hasta que me di cuenta de que llevaba atada a alguna parte
de su cuerpo una cadena de grandes dimensiones y que le impedía llegar hasta el
pobre Jandro. Éste estaba petrificado por el miedo y no acertaba a mover ni un
solo músculo. En ese momento, la cadena se tensó y la criatura empezó a
retroceder hasta ocultarse tras una especie de portón metálico medio escondido
en uno de los muros. Aproveché entonces para echarme sobre los hombros a Jandro
y llevarlo lejos del claustro y de la mortífera criatura que acabábamos de ver.
Una vez puesto a salvo Jandro junto con el resto de los compañeros, decidí
llegar al fondo del asunto y me dispuse a regresar. Hice acopio de valor y,
desoyendo las advertencias de mis amigos, cogí la linterna más grande que
teníamos, un palo de notable dimensiones y me encaminé al punto donde
había recogido a Jandro.
Oía sólo el sonido de mis pasos sobre el pavimento, todo parecía tranquilo.
Enfoqué con la linterna la inscripción que tanto nos había desasosegado y dando
un paso más para acercarme al muro, pisé una losa que cedió con mi peso, se oyó
un click y de nuevo los sonidos de cadenas, el portón que se abre...el miedo.
Gracias a la linterna vi cómo la rata gigante salía de su agujero en dirección
hacia a mí. Di un par de pasos atrás, me puse en guardia con el palo que
llevaba para tal fin y me dispuse a repeler la agresión del animal. Para mi
sorpresa, la rata se paró de golpe retrocediendo un poco. Eso me envalentonó y
fui hacia ella pero en ese instante volví a oír de nuevo el click, esta
vez salió otra rata de otro portón situado a mi espalda. Ésta era mucho más rápida
y más grande que la primera. Me encontraba en un fuego cruzado. Intenté dar
media vuelta pero sentí, no diré donde, un fuerte mordisco. Creí que iba
a desaparecer para siempre por alguno de los portones atenazado por las fauces
de una de las criaturas cuando…
A la mañana siguiente, mis compañeros, que presa del pánico no se habían
atrevido a acudir antes, me encontraron en uno de los laterales del
claustro, malherido y apoyado en uno de los portones por el que salieron las
criaturas. Había rastros de lucha, algún diente de enormes dimensiones por el
suelo, la linterna y el palo destrozados...
A pesar de la insistencia de mis compañeros, juré no revelar lo que
me pasó esa noche y el modo por el que pude liberarme de criaturas tan
mortíferas. Han pasado muchos, muchos años y aún hoy mantengo ese
juramento. Puede que algún día lo incumpla pero, en cualquier caso amigos
míos...
¡Esa es otra historia!
Carletto
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