A veces me gusta recordar viejas películas que ya he visto.
No solamente recordarlas sino volverlas a ver con otros ojos, con otra
atención, con otro interés. No sé la razón pero, esto no me sucede con los
libros, sólo con las películas.
Cuando ves una película por vez primera te dejas llevar por
el argumento y los diálogos, casi sin darte cuenta también percibes los paisajes
y la música pero, es un hecho que
perdemos no pocos detalles de la misma. Caes en la cuenta de ellos si vuelves a
verla por segunda vez, cuando te has quitado de encima la presión de seguir el
argumento. Entonces tienes tiempo de prestar atención a los pequeños detalles
que el director ha decidido que aparezcan en escena. Muchas veces estarán allí
por casualidad, pero, si el autor es un buen cineasta, los habrá escogido con
algún criterio y eso hace a la película mucho más interesante.
Lo comparo a un cuadro. Lo que salta a la vista es la ecena principal, pero ¿Por qué el artista ha elegido lo que ha pintado en el resto de la obra? Muchas veces nos vamos a encontrar bonitas historias escondidas en esos aparentemente añadidos sin importancia.
El caso que me ocupa hoy es el de "El discurso del
rey". Película muy conocida y aclamada
en la que se nos cuenta un hecho real sucedido en un tiempo no muy remoto,
incluso algunos de los personajes aún viven hoy en día. La he vuelto a ver hace poco y me
fijé en un detalle casi insignificante, pero que me trajo a la memoria
recuerdos de mi niñez. En un momento dado, la familia está en su domicilio,
concretamente en el cuarto de juegos de las niñas. Pues bien, en la escena aparecen
hasta cinco caballos de juguete, cada uno de un tamaño, una forma y un color.
Obviamente estamos hablando de la familia real y se podría permitir esos lujos,
pero al menos yo tuve un caballito de cartón. He aquí su historia.
Seguro que más de una vez os habréis preguntado por cual es
vuestro primer recuerdo. Los entendidos dicen que no se recuerda nada hasta después
de los 3 años. En mi caso, no estoy seguro de a qué edad me regalaron el
dichoso caballo pero recuerdo los hechos como si hubiera sucedido ayer, quizá sea
éste mi primer recuerdo.
El caballo debía de tener no más de 50 o 60 centímetros
hasta la cruz, a esto había que añadir la altura de la cabeza y la de la
plataforma de madera con ruedas sobre la que estaba montado. Estaba pintado con
colores grises azulados, más oscuros en la zona de sus crines rizadas y también
en la cola que se mantenía milagrosamente erguida, aunque luego daba un giro
sobre sí misma para apoyarse graciosamente sobre una de las patas traseras. Los ojos también eran oscuros, sin ninguna
expresión y la cabeza adoptaba un ángulo inverosímil con respecto al cuerpo. Su
posición era de descanso, pues se apoyaba sobre sus cuatro patas, con aspecto
más bien de caballo de campo que no de guerra. La silla era de color rojo
brillante con los bordes dorados, y tenía unas riendas de un material que ahora
no logro de identificar, quizá fuera cuero, o más bien algún tipo de plástico. Aún
y con todo lo citado, el conjunto resultaba muy atractivo, máxime si se veía a
través de los cristales de un escaparate y con todas las luces dispuestas a
realzar sus colores. Era la ilusión de cualquier niño de la época. Lo tenían en
una tienda de juguetes, no muy grande, con escaparates a ambos lados de la
puerta de doble hoja, también de cristal, que daba paso a un mundo maravilloso
y de ilusión, pues los juguetes se amontonaban por doquier y, cuando entrabas
allí, no sabías cuál escoger.
Como he dicho, el caballo apareció un día en mi casa,
probablemente a consecuencia de unos Reyes Magos, o de algún cumpleaños. La
sensación la recuerdo con emoción, porque después de tanta espera, después de
tantas dudas sobre si lo tendría o no, al fin allí estaba, justo enfrente de mis
ojos.
Sin embargo, queridos lectores, demasiadas expectativas
generan grandes desengaños. Obviamente, me subí rápidamente a lomos de semejante equino, y acto seguido me dí cuenta de que
mis pies no tocaban el suelo, por lo que aparte de ver el mundo desde un poco
más arriba, me encontraba totalmente parado y, una de dos, o alguien me
empujaba, o no quedaba otra que bajarse al poco para no aburrirse como una
ostra. El entusiasmo de mis padres por empujarme no dio sino para unos breves
paseos por la habitación, sus riñones
empezaron a quejarse y no era cuestión de hacerse daño por un caballo de cartón.
A raíz de aquello, perdí el interés. Quizá montara alguna vez más en el caballo,
pero la mayor parte del tiempo sólo era una figura decorativa más de mi cuarto.
Así fue hasta que fui creciendo y mi madre decidiera que ya estaba bien de
tener semejante trasto ocupando un buen espacio de la habitación.
¡Imaginaos si en lugar de uno, me hubieran regalado cinco como
a Isabel!
Carletto
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