Vuelvo a escribir un pequeño cuento. Es más largo que una entrada habitual
pero he preferido publicarlo todo (o casi) en vez de por partes. Comienza así:
Verano de 1950
Agosto sorprendió a Jandro y sus amigos de facultad, entre los que yo me
encontraba, haciendo lo que más nos
gustaba, brujulear por la geografía española, descubriendo joyas
arquitectónicas e historias que no se pudieran encontrar en los libros.
A pesar de la fecha, los días no eran calurosos. Agosto estaba llegando a
su fin y el viento del norte amortiguaba el calor que producían los primeros
rayos de sol. Esa mañana nos habíamos levantado temprano porque habíamos oído
hablar de un pastor que se conocía la zona como la palma de su mano. Lo malo
era que no había forma de localizarle sino triscando por los montes
aprovechando las primeras luces del día.