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domingo, 9 de junio de 2013

El serrín y su tesoro



Como cada año, a mediados de Agosto, el mayor parque de mi ciudad cambiaba su natural aspecto ordenado, pulcro y silencioso para desbordar de alegría en los siete días de feria que se celebraban en honor de la patrona de la villa.

Era tradición que los padrinos feriaran a los ahijados en estos días, regalándoles alguna chuchería o un juguete de poca monta pues los tiempos no estaban para grandes alharacas. La verdad es que no tuve nunca ese privilegio, al menos de mis padrinos, pues por razones que aún y ahora no llego a comprender, nunca ejercieron como tales...


Para facilitar esta labor de feriar a los más pequeños, emergían en la parte más señorial del parque decenas de puestos de madera con mil y una baratijas. Se vendía de todo, desde los incipientes juguetes de plástico (hechos aún en España) hasta insignias (ahora llamadas “pin”) con los escudos más singulares. Me acuerdo que una vez tuve una con el emblema de "7 Picos", sin haberlo subido nunca y sin siquiera saber dónde se encontraba. 

De entre todos ellos, hoy me voy a referir a uno al que no lo he vuelto a ver desde aquellos años, y que comúnmente se conocía como el “Puesto del serrín”. Ejercía en mí una notable atracción, quizás porque mi familia solía sentarse en un velador cercano a tomar el típico limón granizado, y desde allí lo podía espiar, o quizás por lo que escondía en su inmensa montaña de serrín. Inmensa me parecía entonces, aunque ahora dudo de que tuviera más de 30 cm. de altura.
  
Allí estaba, una plataforma de unos dos metros de largo por uno de ancho, y con una altura idónea para las personas adultas pero que yo sólo podía divisar si me alzaba sobre la punta de mis pies. Estaba protegido por un toldo de color blanco y en la parte posterior se encontraba un hombre de aspecto huraño, al menos así era cuando se acercaba algún inoportuno mozuelo como yo, sabiendo a ciencia cierta que no iba sino a curiosear.

En la plataforma, de parte a parte, había un montón de serrín y escondido en sus entrañas había un tesoro. Mil y un anillos y sortijas se escondían pudorosos a la espera de que una mano experta los sacara a la luz. Ni qué decir tiene que asemejaban ser de oro, pero poco duraba la alegría del comprador porque el dedo que fuera abrazado por uno de sus anillos no tardaría en volverse verde o negro debido a la mala calidad del metal con que estaba hecho. No digamos si alguien era alérgico, los ronchones le salían por doquier. Sin embargo no se engañaba a nadie, pues todos, incluso yo, sabíamos de la calidad de dicha mercancía.

Sería porque estos objetos eran muy asequibles, sería porque no hay mayor atracción que la ilusión de encontrar una pieza única a fuerza de buscar y buscar en lo desconocido, o simplemente,  porque era feria, pero el caso era que no pocos paisanos y paisanas se hacían con algunos de estos objetos para presumir (Al menos mientras duraran los festejos!).

Me pregunto qué habrá sido de este vendedor de sueños, de esta persona que me parecía huraña, hosca, casi sin corazón, y que sin embargo sólo luchaba, como todos, por sobrevivir en unos tiempos que no fueron nada fáciles.

Carletto

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