A veces me gusta recordar viejas películas que ya he visto.
No solamente recordarlas sino volverlas a ver con otros ojos, con otra
atención, con otro interés. No sé la razón pero, esto no me sucede con los
libros, sólo con las películas.
Cuando ves una película por vez primera te dejas llevar por
el argumento y los diálogos, casi sin darte cuenta también percibes los paisajes
y la música pero, es un hecho que
perdemos no pocos detalles de la misma. Caes en la cuenta de ellos si vuelves a
verla por segunda vez, cuando te has quitado de encima la presión de seguir el
argumento. Entonces tienes tiempo de prestar atención a los pequeños detalles
que el director ha decidido que aparezcan en escena. Muchas veces estarán allí
por casualidad, pero, si el autor es un buen cineasta, los habrá escogido con
algún criterio y eso hace a la película mucho más interesante.
Lo comparo a un cuadro. Lo que salta a la vista es la ecena principal, pero ¿Por qué el artista ha elegido lo que ha pintado en el resto de la obra? Muchas veces nos vamos a encontrar bonitas historias escondidas en esos aparentemente añadidos sin importancia.
El caso que me ocupa hoy es el de "El discurso del
rey". Película muy conocida y aclamada
en la que se nos cuenta un hecho real sucedido en un tiempo no muy remoto,
incluso algunos de los personajes aún viven hoy en día. La he vuelto a ver hace poco y me
fijé en un detalle casi insignificante, pero que me trajo a la memoria
recuerdos de mi niñez. En un momento dado, la familia está en su domicilio,
concretamente en el cuarto de juegos de las niñas. Pues bien, en la escena aparecen
hasta cinco caballos de juguete, cada uno de un tamaño, una forma y un color.
Obviamente estamos hablando de la familia real y se podría permitir esos lujos,
pero al menos yo tuve un caballito de cartón. He aquí su historia.