¿Hay algo más inquietante, perturbador y zozobrante, pero que a la vez cause más emoción que el primer día en un nuevo colegio? Espero que muchas personas coincidan conmigo en que la respuesta es no.
Héteme aquí con ocho años, a punto de ir al nuevo colegio de mayores después de cinco deambulando por el de párvulos. Tenía un montón de libros nuevos, forrados con papel satinado, aquél que era azul por fuera y marrón por dentro y que había pegado con el célebre “pegamín”. Para distinguir un libro de otro había puesto esas etiquetas con el borde dentado, donde se podían leer cosas tan sugerentes como: Geografía, Ortografía, Aritmética, Geometría etc. etc. etc. Era la primera vez que tenía tantos libros separados por materias, ya que anteriormente sólo manejaba uno para todo. Se me antojaba entonces una empresa de héroes el poder memorizar todo lo que allí había escrito. Si se ponían unos libros encima de los otros bien podrían alcanzar una altura de más de un palmo y, a diferencia de los actuales, casi todo era texto, apoyado sólo por unas escuetas fotos o unos diminutos dibujos.
Tenía también una cartera negra nueva, de plástico, elemento éste muy novedoso y escaso por aquella época. Atrás quedaba la pesada cartera de cuero que ahora me parece una maravilla de la artesanía, pero que entonces, y con ocho años, era como un dolor el tenerla que acarrear de aquí para allá. Todavía no se habían vuelto normales las mochilas y no recuerdo a ningún niño llevándola, supongo que porque recordaban a los morrales o zurrones de pastores y cazadores.
Pero lo que más intrigado me tenía era algo que viajaba en mi plumier junto con los lápices y las gomas de borrar, y que nunca hasta entonces había utilizado. Me estoy refiriendo a un palillero rojo chillón y un plumín Corona del nº 2. Pronto la vida se me abriría al maravilloso mundo de la caligrafía. Hablar de esto con un niño actual es como hablar de los dinosaurios, pues me temo que poco después de pasar yo por la escuela desapareció esta práctica, craso error a mi modo de ver, pero esa es otra historia.
Para los más jóvenes voy a explicar brevemente lo que es un palillero y un plumín. El paso intermedio entre la escritura con pluma de ave y la pluma estilográfica es la escritura con palillero y plumín. Luego vendrían el bolígrafo, y tantos otros útiles de escritura.
El palillero es una pieza cónica de unos 20 cm. de longitud, uno de cuyos extremos termina en punta y el otro tiene, más o menos, un centímetro de diámetro. Este extremo está hueco y consta de dos lengüetas metálicas cuya función es la de sujetar el plumín. Los plumines tienen mil y una formas según el tipo de escritura que se vaya a realizar, pero básicamente es una pieza metálica de unos tres o cuatro centímetros, curvada en sentido longitudinal para que encaje en el lado hueco del palillero. Una vez fijado el plumín en el palillero es posible escribir, obviamente después de mojar la punta en tinta. Ni que decir tiene que el papel ha de tener cierta calidad, de otra forma la tinta pasaría de una parte a otra del papel y sería un desastre.
¿Para qué servía la caligrafía? Pues la verdad es que no nos lo explicaron, pero teníamos unos cuadernillos con unas 20 páginas en las que se podía ver una “muestra” o frase ya escrita en la línea inicial y que debíamos copiar tantas veces como renglones había en la página en cuestión, obviamente usando el plumín, y la tinta que nos proporcionaba el profesor. Sólo hicimos caligrafía en dos cursos, los correspondientes a los ocho y los nueve años, justo hasta empezar el bachillerato (según mi plan de estudios), y he de confesar que a mí me resultaba muy entretenido, quizás porque no se me daba mal (modestia aparte).
Si os preguntáis por qué no lo hacíamos con lápiz o bolígrafo, os diré que porque no se puede. En caligrafía se ha de distinguir el grosor del trazo, de modo que las líneas que bajan son bastantes más gruesas que las que suben. Hacer esto sin un plumín que se abre o se cierra según la presión que ejerzas sobre él, es prácticamente imposible.
Trabajar con tinta tenía no pocos riesgos, desde el más común que era que se te fuera la mano y apareciera el tan temido borrón (también conocido como “chino”, y que me perdonen lo que nacidos en ese país) en el papel, hasta el más grave que era que volcara el tintero y se montara la de San Quintín en la mesa, el cuaderno, la ropa y ¡qué sé yo!
Aún y a pesar de que me quede un poco largo este artículo, voy a citar un par de anécdotas, totalmente verídicas, y que tienen como protagonista al maestro.
En mi colegio nos sentábamos en unos pupitres (otro día hablaré de ellos) que daban cobijo a dos alumnos y, en el medio justo del área de trabajo había un hueco donde se colocaba un tintero de porcelana que era usado por ambos pupilos. Para evitar accidentes, los tinteros sólo los llenaba el profesor cuando teníamos la hora de caligrafía, y lo hacía vertiendo la tinta que llevaba en una especie de frasca de grandes dimensiones. Imaginaos la escena cuando le tocó llenar por primera vez el tintero de un pupitre en el que uno de sus ocupantes era lo que ahora se llama un niño hiperactivo. Justo cuando estaba vertiendo la tinta, el niño se movió, posiblemente por los nervios, y allá que se fueron, tintero, tinta, plumas y cuadernos. Todo el escenario del suceso se veía de un color negro tizón. Arreglar el desastre no fue cosa de poco tiempo (yo diría que aún hay manchas de tinta por el aula) y, aunque de esto no me acuerdo bien, creo que el susodicho se pasó bastante tiempo de cara a la pared.
La segunda anécdota y aquí entro yo junto con el maestro, fue cuando, después de terminar una carilla y presentársela para ser calificada, en lugar de hacerlo con el célebre lápiz rojo, al maestro no se le ocurrió otra cosa que hacerlo con mi pluma cargada de tinta. ¡Le cayó un borrón de los que hacen época! Me llevé una gran desilusión porque me había costado mucho hacerla y, ni que decir tiene, era la mejor de todas las que llevaba hechas. El desastre lo resolvió el propio profesor, Don Teodoro se llamaba, con algo de rubor en sus mejillas, una cuchilla y raspando, raspando hasta que, más o menos, la página quedó suficientemente limpia.
No puedo calibrar el impacto de la caligrafía en mi formación, pero a juzgar por su desaparición de los sucesivos planes de estudio, se ve que no debía de aportar mucho. No obstante recuerdo que en mi caso me sirvió para aprender a coger la pluma y el bolígrafo de tal forma que no se cansan ni la mano ni los dedos al escribir, y también para hacerlo con muy buena letra. Claro que esto me duró justo hasta que llegué a la universidad, ya que tenía que tomar apuntes a la carrera ¡Adiós a mi redondilla!
A veces añoro las cartas caligráficas hechas por nuestros padres y abuelos, con esa letra tan cuidada y nítida que daba gusto ver cuando las tenías entre las manos. Otro elemento más sacrificado en aras del progreso, las prisas y la tecnología.
Carletto
QUE RECUERDOS MAS BONITOS
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