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jueves, 4 de julio de 2013

El Buhonero (Capítulo 2)


Esta entrada continua el relato del "Buhonero". Habíamos dejado a nuestro turista, flamante empresario en importanciones dentales con un grupo de gente, todos dispuestos a oir a un extraño personaje. 
Recomiendo que antes de leer este segundo capítulo se lea el pirmero, de esta forma se comprenderá mejor la trama.

Así empieza...

El día que acababa de comenzar parecía no tener nada de especial, salvo que después de muchas semanas de lluvia el sol empezaba a calentar la rugosa faz de la ciudad con sus primeros rayos de primavera.


Nuestro hombre se levantaba cada mañana con las primeras luces permaneciendo despierto hasta bien entrada la noche. No sabía la razón, de hecho nunca se lo había planteado, pero su naturaleza hacía que no necesitara sino unas pocas horas de sueño. Quizás se debiera al ritmo de vida que llevaba, siempre en plan nómada, de un sitio para otro y sin rumbo fijo. Solamente en invierno, cuando las carreteras y caminos se helaban, dejaba de trotar de un lado para otro y permanecía unos meses al abrigo de un techo y con un buen fuego donde calentarse.

Otra razón de peso podía ser su alimentación. Era de natural vegetariano, pero esto quizás fuera por accidente. Sus largos recorridos por los campos le habían proporcionado un conocimiento de las hierbas y de los frutos silvestres, fuente importante de su dieta. La dieta convencional de occidente basada en comidas preparadas, platos precocinados, botes y latas de todo tipo y, por supuesto, con exceso de proteínas no estaban hechas para él por varias razones, una porque no podía permitírselo debido al reducido presupuesto del que disponía  y otra porque creía firmemente que había que volver a un tipo de alimentación más natural.  
 
El hecho es que era esbelto y flexible como junco, delgado y fuerte como clavo y aunque a primera vista engañaban su pelo y su barba largos y blancos, su piel no había perdido su lozanía y, sin ser joven, aún le quedaban algunos años para entrar en la parte más achacosa de la vida. A decir verdad, su aspecto era imponente, podía medir cerca de dos metros, aumentados por un curioso sombrero que le asemejaban a un antiguo mago. Su atuendo se completaba con un sayal blanco y con una especie de capa que le cubría casi por completo. Completaba este ajuar un inmenso palo que usaba a modo de cayado. Sólo una vez tuvo que usarlo para su defensa, pero normalmente sólo lo usaba como apoyo y ayuda en sus lagas caminatas.

Sus ojos eran de un azul intenso, sus cejas, muy pobladas y grises formaban dos arcos que ayudaban enormemente a su irrestible mirada de acero. Nariz aguileña, labios finos y orejas invisibles bajo su pelo completaban el rostro de este curioso personaje.

Cuando esa mañana se despertó y vio el sol radiante en el horizonte, su corazón se llenó de júbilo, después de tantos días de lluvia quizás podría realizar su trabajo, que no era otro sino el de contar historias. Era un auténtico maestro en el arte de la narración, sabía cientos cuentos, de tal suerte que podía estar un año entero sin repetir ninguno, o al menos de ello se jactaba. Sin lugar a dudas, tenía dotes para manejar un auditorio más o menos extenso. Estaba atento a cualquier signo que delatara que se estaba equivocando o que no lo estaba haciendo bien. Sabía manejar las emociones de las personas que le escuchaban, no importaba su edad, él conocía los resortes que mueven el corazón humano. A veces era tan simple como el observar si el auditorio estaba quieto y expectante o por el contrario los de las últimas filas iban despareciendo poco a poco. Entonces daba una doble pirueta en el relato de los hechos y, como por arte de magia, el público se embelesaba con lo que estaba diciendo.

Debía de dosificar bien la intriga, la emoción,  el romanticismo, las disputas entre clanes, de modo que el relato no se hiciera ni pesado ni repetitivo. Además no podía invertir mucho tiempo, pues el frío suelo no era el mejor lugar para estar mucho rato, y peor aún si se le estaba escuchando a pie quieto.  Pero llevaba haciendo esto desde hacía años y sabía hacerlo a la perfección.

Puede que la gente pensara que vivía de la limosna pero para él, significaba un trabajo en toda regla. Contaba alguno de sus cuentos a la gente que tenía la amabilidad y el tiempo de escucharlos y luego recibía una pequeña retribución, totalmente voluntaria, de su público. En un buen día de verano podía obtener  unos doscientos euros, cantidad que le permitía vivir holgadamente durante bastantes días e incluso guardar algo para las largas noches de invierno. Como se ha dicho, su alimentación era casi en su totalidad natural y en gran medida gratuita, y para dormir sólo necesitaba un techo y un camastro donde pasar las noches, la mar de las veces en cabañas o establos que, los lugareños que le conocían, le proporcionaban de buen grado. Parece increíble pero creedme, aún y ahora es posible mantener este tipo de vida.

Ese día hizo sus abluciones en el abrevadero de la granja donde pernoctaba y se dispuso a ir a uña de caballo al centro de la ciudad para situarse en el sitio idóneo para que sus relatos resultaran, si cabe, aún más espectaculares. Este no era otro que debajo de un arco cerca de la gran plaza, la sonoridad del sitio hacía que no pocos músicos lo buscaran para dar sus recitales callejeros, pero nuestro personaje sabía cómo adelantarse a estos, llamémosles, competidores.  Debajo de este arco su voz sería estruendosa si se requería o bien dulce y sugestiva cuando fuera menester.

A pesar de su aspecto y porte, casi pasaba inadvertido, se mimetizaba de tal forma con el ambiente que no era fácil percatarse de su presencia salvo que él así lo quisiera. Simplemente bastaba con que levantara su mirada para que no pocos viandantes notaran su llamada muda y se acercaran para oír sus cuitas.

No estaba seguro de si debía hacerlo pues hacía no pocos años que no lo contaba, pero algo le decía que había llegado el momento de narrar el cuento del “Buhonero”. Era un bonito relato y, con el público adecuado podía sacar una notable cantidad de dinero. Quería cambiar de ciudad, incluso de país, y este era el momento propicio para completar los ahorros que había guardado con tanto sigilo durante meses.

Poco a poco el círculo se había cerrado delante de él. Los rostros expectantes y ansiodos le pedían que comenzara ya su actuación. Sin embargo, nuestro personaje tenía la mirada perdida. Al fijarla observó entre la multitud a un ciudadano que, con cámara de fotos al hombro y un atuendo que delataba su condición de extranjero, se había acercado al grupo hacía poco. No era el primer turista que le había llamado la atención, pero este tenía algo especial. Quizás su mirada, su edad, la ambición que se le adivinaba en su cara... ¡Ya veremos! dijo para sí.
 
Había llegado el momento. Se levantó por sorpresa, alzó su voz grave y profunda y comenzó diciendo:




Continuará

Carletto

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